Opinión

El silencio de los inocentes, lejos del tablón

Por Mario Guarda / 19 de junio de 2021
Columna de opinión del periodista Víctor Pineda Riveros, el francotirador en la ribera.
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“Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hasta este lugar donde se puede ver en carne y hueso a sus ángeles batiéndose contra los demonios de turno.

Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta  en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado…”.

Así describe Eduardo Galeano al hincha en su libro “El fútbol a sol y sombra”. No podía saber el autor de “Las venas abiertas de América Latina”, entre otras obras de notable peso, que pocos años después de su muerte, ocurrida en 2015, el aficionado al fútbol debería permanecer alejado de la peregrinación al estadio y confinado a la pantalla de la tele por efecto de la pandemia, y, para peor, impedido de gritar un gol junto al vecino de turno en el tablón.

El grito descrito por el pensador uruguayo no ha desaparecido en su totalidad, aclaremos. Todavía queda la opción del tano Pasman, aquel fanático argentino que se hizo tending topic alentando a River Plate desde su sillón favorito a punta de elevadas y maldiciones del mayor calibre conocido desde la Segunda Guerra Mundial, cuando diversos beligerantes compitieron por ver quién construía los cañones más grandes, y que en su totalidad resultaron un fiasco porque ya habían llegado armas más eficaces y en envases más económicos. El tamaño, para esos efectos, había dejado de importar.

Aunque alcanzó a presentir lo que se venía, Galeano no se refirió al otro silencio del hincha, el que se le ha impuesto desde fuera de las canchas, específicamente desde las salas de reuniones de los dueños del fútbol, los empresarios que vieron en el popular juego la oportunidad de hacer otro buen negocio, gracias al rodar del balón, de la habilidad de los artistas que lo mueven y de las fortunas aportadas por la publicidad, las transmisiones televisivas y por otras plataformas, además, claro, de las transacciones de los modernos gladiadores.

Ya no importan tanto los estadios llenos, ya pasará el coronavirus y podrá volver la recaudación por venta de entradas, pero por ahora no son imprescindibles. Lo demuestra la realización de la Copa América, actualmente en disputa, que recorrió Sudamérica buscando y desechando escenarios hasta recalar en el país con las peores cifras relacionadas con la pandemia, porque lo importante era salvar el negocio, de 500 millones de dólares, según dicen, que se perdería si la competición finalmente no llegaba al pitazo inicial.

Lo anterior implica, asimismo, que también se hizo innecesaria la opinión del hincha. La asamblea tradicional, donde los socios de un determinado club tenían derecho a elegir a sus dirigentes, a criticar su gestión si era deficiente, o derechamente a guillotinarlos cuando el asunto pasaba de castaño a oscuro. El hincha descrito por Galeano pasó a la historia. Hoy debe permanecer doblemente en silencio, porque no puede ir al estadio por medidas sanitarias, por una situación que esperamos resulte pasajera, ni a una reunión para pedir explicaciones a los regentes de los colores adorados, por un fenómeno que lamentablemente parece haber llegado para instalarse per saecula saeculorum.

Y no estamos hablando solamente de lo que ocurre en los grandes clubes del mundo, aquellos que se disputan al astro de moda poniendo millones y más millones de euros o dólares sobre la mesa, porque también tenemos la situación presente en nuestro propio medio, en nuestra humilde representación regional, que hoy intenta sobresalir entre adversarios igualmente modestos, alejada del grito y de la opinión de sus olvidados hinchas, lo más puro e incondicional de la maquinaria del fútbol. Que conste que hablamos del hincha verdadero, de aquel que va al estadio a ver ganar a su equipo, y no de los fanáticos antisociales que como otra plaga llegaron a los estadios y a sus alrededores. Ellos merecen otro comentario. Por ahora, quedémonos con el papá que llevaba al niño o a la esposa al tablón hasta que los salvajes hicieron poco aconsejable el ritual del domingo.

Es preferible pensar en el inocente que quedó en silencio.

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